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Certamen literario

 

Tras un año en suspenso, debido a las circunstancias sanitarias, decidimos presentar el proyecto del XII concurso literario “Toledo Imperial AGMT”. Se presentaron a este certamen un total de 119 obras literarias entre relatos y poesía, siendo 116 los participantes provenientes de todas las regiones.

La entrega de premios estaba programada el día 19 de Diciembre durante la celebración de la comida de Navidad en la que participan una gran mayoría de socios y a la que estaban invitados los concursantes premiados. Tras una difícil tarea de lectura y calificación de las obras, el jurado dio el fallo correspondiente que fue comunicado a los participantes. Con todo preparado para que el acto fuera tan brillante como en años anteriores (contrato firmado con el restaurante, salón de actos para presentar los premios y acto lúdico- recreativo confirmado), llegó lo temido y no deseado, otra vez la alarma sanitaria. Al producirse las comprensibles bajas de asistencia de socios e invitados, la Junta directiva analizando la situación y en un ejercicio de responsabilidad, decidió la suspensión de todos los actos.

No obstante, la deliberación del Jurado del concurso siguió vigente, siendo premiados los siguientes participantes:

RELATO:

  • Primero: Juan Molina Guerra. (Ubrique-Cádiz).

  • Segundo: Esteban Torres Sagra. (Úbeda-Jaén).

  • Tercero: José Quesada Moreno. (Sevilla).

POESÍA:

  • Primero: Juan Molina Guerra (Ubrique-Cádiz).

  • Segundo: Manuel Terrín Benavides. (Albacete).

  • Tercero: Feliciano Ramos Navarro. (Montoro-Córdoba).

Primer Premio poesía.

 CICATRICES

I

Una franja de mar en la ventana,

un límpido horizonte marinero,

un neumotórax terco y traicionero,

un rescoldo de sueño en la mañana.

Un eco de canción que alguien desgrana,

un pasillo sin alma, acaso austero,

allende los cristales, un velero

se aleja lentamente, con desgana.

Late en el hospital la vida breve

con pulso sostenido y fe deudora

de la oración callada y la esperanza.

Mientras prodiga el sol su rayo leve

y la ciencia su acción benefactora,

una vela se pierde en lontananza.


II

Dos almendras de pasmo son tus ojos

detrás de los cristales desmedidos,

los garfios de tus dedos, dos manojos

de juncos cual sarmientos ateridos.

El verderón que apenas aletea

allende tus pulmones agotados

escapa de tu boca y colorea

los blanquecinos labios arqueados.

Un pañuelo de albor cubre tu pelo,

espejo de la piel que el alba alcanza

y un día fue clavel de lozanía.

Baten sombra y fulgor su mudo duelo

mientras dibuja el tiempo y su acechanza

el mapa de tu cruel anatomía.

III

Has perdido tu mundo de repente

como frágil patera que naufraga.

Clavada en el olvido está la daga

de la imposible luz de tu simiente.

Tu cuerpo corcovado apenas siente

la vaga senectud, la ausencia vaga

del tiempo que, por ido, ya te estraga

el desolado yermo de la mente.

Un dédalo es la noche con su empeño,

el día un laberinto sin mesura,

la vida, maldición que no perdonas.

Es por eso que anhelas llegue el sueño

que traiga un armisticio a tu locura

y un remanso de paz a tus neuronas.


IV

Llora, triste mujer, en tu escalera,

ovillo de la pena, enajenada,

llora por una vez tu pena entera,

en hebras de dolor, desmadejada.

Te cruzan pájaros de desconsuelo

que anidan los peldaños de la pena.

El hilo del dolor ya alcanza el suelo,

cala del desamor, sin mar ni arena.

Salgo del hospital con la premura,

honda sacerdotisa de tristeza,

ajeno a la cadena de tus cuitas.

Y, mientras más me alejo, más perdura

tu llanto de dolor en mi aspereza,

el eco enmudecido con que gritas.



Autor: Juan Molina Guerra.

Segundo Premio poesía

 PUDOR DE UNA DAMA MANCHEGA

 

Soy Dulcinea. El sol de viejos días

ilumina mi rostro como ofrenda.

Ya no existe otro hidalgo que defienda

lo que tú, don Quijote, defendías.

 

Hoy sé que por mi amor regresarías

para arrancarle al mundo negra venda,

que a los justos abrieras nueva senda

con tus manos unidas a las mías.

 

Hermanas tristes, las que habéis sufrido

la barbarie del hombre en vuestro pecho,

rito de propiedad mal entendida,

 

Hoy os ofrezco un corazón dolido,

mi lucha sin cuartel por el derecho

que tienen las mujeres a la vida.

 

Soy Dulcinea. Vez mi amargo llanto

junto a cada mujer asesinada,

la desventura de la flor cortada

que salta de la risa al campo santo.

 

Imaginar nunca pudiera cuánto

puño cobarde, cuánta mano airada

rompe los ojos de la madrugada

y convierte los sueños en quebranto.

 

Dama he sido, romántica manchega,

y me congela el alma el fin macabro

de quien fura dulzura amanecida.

 

Toda mujer, sacerdotisa o lega,

humilde lamparilla o candelabro,

lleva dentro el aroma de la vida.

 

Soy Dulcinea. Cruzo este camino

donde mi corazón late sincero.

Ojalá resucite el caballero

de brazo fuerte contra el asesino.

 

No importa que las aspas del molino

le parezcan gigantes. Solo quiero

ver de cerca el reflejo del acero

que frena la invasión del desatino.

 

Es triste tanta sangre derramada,

tantas madres de hermosa fantasía

crucificadas prematuramente.

 

Busco al que tiene el alma iluminada

y cruzaba estos campos cada día

batallando a favor del inocente.

 

Soy Dulcinea. Brilla en El Toboso

el verde de mis ojos con ternura

y he comprendido ya la asignatura

de un machismo cobarde y vergonzoso.

 

¿Quién nos puede librar de tanto acoso?

A vosotras os brindo mi hermosura,

hijas santísimas de la amargura,

victimas del puñal más doloroso.

 

Soy Dulcinea. Y madre. Aquí sentada,

en tierra salpicada de trigales,

os digo que el orgullo es necesario.

 

Las mujeres, esencia enamorada,

levantamos fecundos manantiales.

¡Que nadie rompa nuestro calendario¡

 

Soy Dulcinea. Tengo la hermosura

de la amapola en el trigal. Mi mente,

alzada entre viñedos como un puente,

me rima el corazón con la llanura.

 

Pero por más que alargo la estatura

no encuentro a don Quijote entre la gente.

Será que rocinante ya presiente

que el camino está lleno de basura.

 

Ven, caballero, borra con tu espada

repugnante legión de malandrines

que ofende a la mujer y la asesina.

 

Ven cabalgando sobre la alborada.

Limpia de mala hierba estos confines

y líbranos del mal que se avecina.

 

Autor: Manuel Terrín Benavides.

 

Tercer premio poesía

CADA DÍA ME SIENTO MÁS CONFUSO

Hoy me paro a pensar, miro mi espiga

y busco con fanática insistencia

la razón que me explique mi existencia

porque la vida siempre me atosiga.

Yo quiero una respuesta que me diga

porque no sé el final de mi destino

y vivo en este mundo de inquilino

sumido en las tinieblas de la duda

mientras mi alma sin ninguna ayuda

viajará solitaria en mi camino


porque viví buscando siempre guerra

y maté de la paz a la paloma

con ansias de poder, el cruel idioma,

donde la humanidad loca se aferra,

porque quiero saber dónde se encierra

el don de la virtud como un poseso

y cobrar la esperanza, lo confieso,

para cambiar, por fin, mi mala suerte

antes de que la mano de la muerte

impida para siempre mi regreso.


Por eso mis pesares, ¿en qué creo?

¿dónde puedo encontrar algún consuelo

si puede que no exista ningún Cielo

pues lo busco sin tregua y no lo veo?

Es tanto mi martirio que deseo

buscar un argumento de mi historia

y sentir la llamada de la Gloria,

porque a pesar de todo siempre espero

que no se califique con un cero

la marcha de mi torpe trayectoria;


ya que si yo nací, si tengo un ego,

no pude desear mi nacimiento

y es justo que proclame lo que siento:

la vida me parece un simple juego

que te puede quemar igual que el fuego,

mas el final lo siento muy lejano,

me inunda, mas se escapa de mi mano.

Cada día me siento más confuso,

¿qué culpa tengo yo si alguien dispuso

que naciera en el mundo como humano?


¿Qué culpa tengo yo? Cuando reviso

lo que soy sólo palpo mis temores

porque mi vida anida desamores

aunque digan que existe un Paraíso.

A nadie concedí nunca permiso

para ser o no ser, pero mi invierno

abrigo encontrará en un Ser Eterno

e igual que el Sol renace de su ocaso

renaceré también de mi fracaso

y evitaré el castigo del Infierno,

que podré disponer de mi gobierno

al saber que soy libre en cada paso.

Autor: Feliciano Ramos Navarro.

Tercer Premio.

Primer Premio relato

EL ABUELO

La burbuja, esa es la clave. Si estás dentro, todo fluye. En cambio, si estás fuera, puedes considerarte muerto. Y, ahora, estoy fuera, tan fuera que no comprendo por qué, en estos momentos, estoy pensando en lo que pienso. El caso es que no me quito a Ledesma de la cabeza: es como mi espada de Damocles particular.

Dora me mira, sonriente e inquisitiva.

-¿En qué estás pensando? –dice.

-Pensaba en Ledesma-digo.

Al oído de mi voz, Carlitos me regala una sonrisa y mueve sus bracitos como si tocase unos platillos inexistentes. Sus piernecitas se mueven con igual ritmo, como un hombre orquesta en miniatura. ¡Qué bendición!

-Mira a tu nieto – le digo a Dora.

Es media tarde y, aunque hace calor, la terraza del bar está en sombra. Sentados a ambos lados del carrito de bebé doble, atentos cada uno a los requerimientos de los mellizos, Dora y yo aguardamos la llegada de los padres de las criaturas. ¡Qué don del cielo, este de los nietos! Gracias a ellos, por momentos me hago la ilusión de que estoy recuperando a mi hijo Carlos. Sé que hablar de recuperación es algo desmedido, porque nunca lo he perdido, pero se muestra tan distante en tantas ocasiones.

En estos momentos de apacible calma, me digo que a quién le interesa la literatura. Y, entonces, comprendo a Gabriel García Márquez cuando decía aquello de que podría vivir sin escribir, pero no podría vivir sin leer. Y, aún más comprendo a Ezra Pound cuando suplicaba a los dioses que le prestaran una tiendita de tabaco, o que lo instalasen en una profesión que no fuera esta maldita profesión de escribir, donde uno necesita su cerebro todo el tiempo.

Ahora estoy fuera de la burbuja, o, lo que es lo mismo, bloqueado total. Por eso es que he sacado del bolsillo mi rosario impostado, porque el rosario auténtico, el rosario de mi madre con filigranas cordobesas con sus cuentas completas, lo tengo guardado en el cajón superior de mi mesita de noche, al alcance de mi mano: es la armadía a la que me agarro cuando zozobro en el océano de mis dudas existenciales.

Este que ahora tengo en la mano, y que, de vez en vez, exhibo en el aire, a la vista de Carlitos y de Melania, tiene el tamaño de una pulsera, y consiste en una serie de cuentas irregulares de diversos colores, atravesadas por un cordón de cuero. Desconozco el material de que están hechas las cuentas, pero pesan muy poco y están bruñidas y son muy agradables al tacto. Tenerla en la mano me relaja, y me permite pensar con tranquilidad, mientras la voy sobando y haciendo desplazarse las cuentas alrededor de mis dedos curvados.

Sacar un rosario a la vista de todo el mundo daría una imagen muy sesgada de mí, y yo tengo que cuidar mi imagen social, así que me he buscado este sustituto de cuentas de colores, y siempre puedo decir que es una pulsera talismán, un artilugio que me concentra y relaja.

-¿Qué harás este mes? –pregunta Dora.

-Nada, no haré nada –digo-. ¿Te parece poco estar con los niños?

Dora me mira con esa mirada suya tan aséptica, esa mirada que tengo que ir descifrando a cada poco. Por si acaso, añado:

-No pienses que es una queja. Ya sabes que yo disfruto de los mellizos tanto como tú. Precisamente por eso, porque estoy tan bien en mi nuevo papel de abuelo, mi mente es incapaz de pensar en la literatura. Los nietos llenan en estos momentos mi vida. Hasta percibo que nuestro hijo Carlos está más comunicativo y cercano conmigo.

Dora me mira ahora mordiéndose el labio inferior y moviendo la cabeza. Aunque, esta vez, no hace falta que diga nada: sé de sobras lo que piensa acerca de la relación de nuestro hijo mayor con su padre. Da un pequeño sorbo a su refresco de limón y yo aprovecho para hacer lo mismo con mi cerveza. Luego, ella emite una onomatopeya a Melania y yo, a mi vez, le regalo una enorme sonrisa a Carlitos. Es tan achuchable. De golpe, Ledesma se me hace presente. Recuerdo aquel paseo en que me preguntó por mis nietos y yo le dije que eran achuchables. Me miró con extrañeza. “He dicho algo inconveniente”, le dije. “No sé. Me ha sonado raro”, fue su respuesta. La siguiente vez que lo vi, me dijo: “He buscado en el María Moliner y no aparece la entrada achuchable. En cambio, he probado con otros adjetivos con sufijo –ble, provenientes de verbos, y sí que aparecen. Es extraño que a la Sra. Moliner se le haya pasado por alto. Tengo que seguir investigando”. Así es Ledesma, qué le voy a hacer. Aunque reconozco su pasión por las letras y su rigor con el lenguaje. ¿Acaso me falta a mí ese rigor?

Es curioso: este mes me he saltado el taller y no he sentido ningún tipo de remordimiento. ¿Será éste un síntoma de que flaquea mi entusiasmo por la escritura? Que yo recuerde, en los catorce años y medio que el taller lleva de vida, sólo he provocado la suspensión del mismo en dos ocasiones: la vez en que murió mi padre y aquella otra en que tuve que retirarme por una semana al monasterio de Silos, acometido de una desapacible inquietud, que ni yo mismo era capaz de identificar con certeza. Si hubo otras veces, que quizás las haya habido, ahora no las recuerdo, tal vez porque la causa fuese de poca entidad.

Recuerdo con toda claridad la celebración de nuestro primer encuentro. Aconteció en enero de 2005. Fue a iniciativa mía. Le propuse la idea del taller a Ledesma y él, del que yo conocía su afición por la escritura, accedió de inmediato. No se me ha olvidado su cara de satisfacción cuando se personó en el sobrado, encima del bar de nuestro inicial “mecenas”, con su agenda de cuero y su pluma estilográfica. En la primera página del grueso cuaderno, podía leerse, escrito con esmerada caligrafía y letras mayúsculas:

TALLER LITERARIO

MARTÍN Y LEDESMA

ENERO 2005

Fue un tiempo memorable: parecíamos niños estrenando zapatos nuevos al borde de un charco. Éramos conscientes de nuestras limitaciones: aprendíamos y nos equivocábamos juntos.

Como es de suponer, comenzamos dando palos de ciego. Decidimos emprender nuestra aventura narrativa escribiendo un cuento de diálogo puro, sin acotaciones. A continuación, seguimos con un cuento con intervención del narrador, pero con mucho diálogo. A estas tentativas, uníamos las lecturas correspondientes de otros autores. Recuerdo que, acerca de esta cuestión, Ledesma fue muy expeditivo: “Debemos leer a los maestros –decía-, nada de escritores de segunda fila”. Fue así como empezamos a leer a Chejov, aunque, ahora que lo pienso, no recuerdo quién de los dos lo propuso. Sí recuerdo, en cambio, que yo propuse leer a Maupassant y él propuso a Hemingway.

Cada cual sacaba del otro lo que más le placía. Él me hacía sentir bien: todo lo que yo le proponía en materia literaria, lo aceptaba de buen grado: comenzamos a leer a Maupassant. Sin embargo, nos olvidamos de Hemingway. Tras varios meses de lectura y comentarios de la obra del francés, Ledesma me convenció de que ese autor se le quedaba anticuado: en la forma, le parecía obsoleto, y, en el fondo, bastante predecible, así que optamos por dejarlo, a pesar de que yo me había comprado sus cuentos completos.

A Ledesma se le notaba de lejos su pasión por la literatura. No sé si él apreciaría lo mismo en mí. Si me remonto al día de hoy, constato que su entusiasmo por las letras sigue virgen, como el primer día. ¿Podría yo decir lo mismo sobre mí?

Él siempre ha sido una esponja. Me lo confesaba ya desde los albores de nuestro encuentro: “Soy como una esponja –me decía-: todo lo absorbo, todo me interesa, de todos aprendo”. Tanto es así que, al principio, yo le contaba cosas de mi vida, mis cuitas y aspiraciones y, luego, él, con toda esta información doméstica y, no pocas veces, existencial, escribía sus cuentos. Cuentos que, tengo que admitirlo, más tarde le premiaban en los certámenes literarios a los que los enviaba. Y, como muestra de lo que digo, se me viene ahora a la mente uno de esos paseos vespertinos en que, en medio de una conversación, yo le confesé, referida a mi esposa: “He llegado a odiarte”. No sé qué lucecita se encendió en la cabeza de mi compañero en ese instante, lo cierto es que, al cabo de un tiempo, escribió un cuento con el que, más tarde, obtuvo el primer premio en un prestigioso certamen literario de ámbito nacional. Le habían bastado esas cuatro palabras reveladoras para que Ledesma tuviese una epifanía. Así que, de un tiempo a esta parte, me he ido cuidando mucho de contarle cosas sesudas de mi vida. Aunque, a él, tal se le da. En cualquier sitio ve una historia que contar. Es una esponja, ya digo.

Dora ha vuelto a mirarme. Tanto tiempo callado no es normal. Es verdad que no dejo de mover mi pulsera talismán delante de los ojos de Carlitos. Pero ella me conoce tan a fondo que no quiero darle razones para que me haga la gran pregunta, esa que me hago últimamente y que tanto me inquieta. Así que le digo, sabiendo, como sé, que la mejor defensa es un buen ataque:

-¿Sabes si Carlos y Melisa salen hoy a la misma hora?

-Que vengan cuando quieran, con eso disfrutamos más tiempo de los mellizos –dice-. Además, ¿no traemos los biberones? Lo que sí vas a pedir al camarero son unas aceitunas o unas avellanas.

Aprovecho para hacer una morisqueta a mi nieta, no vaya a pensar mi esposa que la tengo olvidada. Luego levanto el brazo y llamo la atención del camarero, que en ese instante pasa junto a una mesa vecina. Tras hacerle la comanda, miro a Dora.

-Se está bien aquí –digo, y luego continúo- ¿Hará mucho calor en el pueblo?

Dora me responde con cierta reticencia.

-¿Por qué te acuerdas ahora del pueblo? –dice- ¿No estás bien aquí? ¿O es que echas de menos el taller?

Por alguna razón que no alcanzo a explicarme, ninguno de los dos citamos a Claudia. Claudia es nuestra tercera nieta, la hija de Ernesto, nuestro hijo menor, y vive, con su esposa Sofía, en el pueblo que los vio nacer. De golpe, en un intervalo de pocos meses, nuestros dos hijos nos han hecho abuelos por triplicado. Tres nuevos seres en este complicado mundo: Melania, Carlitos y Claudia, aunque el tema de Claudia es distinto.

-Ya sabes que el taller lo tengo aparcado, de momento –digo-. Ni siquiera llevo escrita un tercio de la tarea. Estoy fuera de la burbuja.

En ese momento, llega el camarero con un plato de aceitunas gordales, tan propias de esta zona, y yo aprovecho para dejar inconcluso mi alegato. De sobras sé que hablar de la burbuja a Dora es lo mismo que hablarle en arameo. Ella se lleva una aceituna a la boca y luego le hace carantoñas a Melania, que la mira absorta.

¿Por qué no tengo ganas de escribir mis poemas? ¿A qué obedece esta desidia que me asedia últimamente? ¿Acaso estoy perdiendo el interés? Recuerdo los comienzos del taller como un proyecto ilusionante. Yo no paraba de aportar ideas. Se trataba de escribir un cuento cada mes. Yo propuse que, en vez de escribir libremente, escogiésemos un tema y cada uno lo tratase a su manera. Él estuvo de acuerdo: siempre lo estaba con mis sugerencias. Un mes, el tema a tratar sería la caza. Cuando nos vimos para leer y comentar nuestros respectivos trabajos, Ledesma me confesó que lo sentía mucho, que no había podido con el tema. Recuerdo que era en agosto. Y en el sobrado donde nos reuníamos hacía un calor sofocante. Como disculpa ante su impotencia, había escrito, a cambio, cuatro relatos cortos. ¡Por favor! En medio de la calima, no había podido hacer frente a un cuento que tenía por tema central el, para mí mal llamado, arte cinegético y, sin embargo, había podido escribir nada menos que cuatro cuentos cortos. Es la forma de ser de Ledesma. Y yo lo admiro por ello. Pasados los años, retomó el tema de la caza. Se ve que era una asignatura pendiente, una herida abierta en su amor propio como escritor. El caso es que, con el cuento que escribió con el tema de la caza de fondo, obtuvo el premio de mayor prestigio que ha conseguido hasta la fecha, un premio en el que compitió con más de mil quinientos participantes de carácter nacional e internacional. Un cuento con el que demostraba, pienso ahora, que él le sacaba rendimiento al taller literario.

Ledesma siempre decía sí a mis sugerencias literarias, ya digo. Cuando me cansé de enfocar los cuentos desde un determinado tema, le propuse que utilizásemos el conocido binomio mágico. Él dijo sí, al instante. Y así estuvimos un largo trecho. Más tarde, me cansé del binomio, y le propuse que lo abandonásemos, y que escribiésemos libremente. Estuvo de acuerdo, sin replicar. Sólo apuntó que, dada su falta de imaginación, el recurso del binomio le ayudaba a pergeñar sus historias.

En un determinado momento, le manifesté que me interesaba la poesía, que por qué no traíamos al taller, cada mes, además de un cuento, un poema. De nuevo, fue sí su respuesta. Así que, para acrecentar el esfuerzo, con cada nuevo ciclo de la luna, debíamos aportar cada cual un trabajo narrativo y otro poético. Y, cuando digo esfuerzo, no lo digo por decir, porque, con el transcurrir de los días, iba viendo yo que la narrativa se me hacía cada vez más cuesta arriba.

En el origen del taller, en el encuentro iniciático, yo le había pedido a Ledesma que fuese muy riguroso con las críticas, que no quería, para nada, paños calientes en sus opiniones, que la única forma de aprender era diciéndonos recíprocamente la verdad. Él dijo sí a esta propuesta inicial y, a día de hoy, fiel a ese principio, cada vez que yo le presento mis escritos, él saca el escalpelo y disecciona minuciosamente mi obra. ¿Fue este rigor inmisericorde el que me hizo desistir de la narrativa? El caso es que yo no conseguía que mis cuentos le gustasen a Ledesma. Una y otra vez, le encontraba todo tipo de deficiencias. Él, sin embargo, no cesaba de conseguir todo tipo de galardones literarios, ya fuesen en narrativa o en poesía. Así que yo no podía hacer otra cosa que fiarme de sus críticas, aunque no me gustasen: su currículo literario lo avalaba.

Tanto va el cántaro a la fuente que, al final, acaba rompiéndose, reza el refrán popular. Y tal aconteció con mi cuentística. Fueron tantos los fracasos, tanta la decepción acumulada que, en una de mis tantas noches de insomnio, decidí que, al menos por un tiempo, iba a tirar la toalla de la narrativa. “Lo siento –dije a mi compañero, que no acababa de dar crédito a lo que oía-, pero voy a dejar de escribir cuentos. La verdad es que ya no encuentro la manera de concebirlos. Los he tratado de mil y una maneras, pero no consigo que pasen de aseados. Y eso, sin saber si estás siendo condescendiente conmigo en tus apreciaciones.” Ledesma, que ya le estaba viendo las orejas al lobo desde hacía algún tiempo, de vez en vez, me había confesado que, quizá, estaba siendo demasiado riguroso en sus críticas; que, tal vez, otros lectores viesen luces donde él sólo veía sombras. Así que su estupor fue contenido y moderado, pues yo me apresuré a anunciarle que esa decisión no significaba que fuese a abandonar el taller, sino que, a cambio de aparcar la narrativa, yo llevaría al taller tres poemas en vez de uno.

Inicialmente, mis poemas no acababan de gustarle a Ledesma, decía de ellos que eran retóricos y que les faltaba alma; que yo nunca estaba en el poema. Poco a poco, me fue convenciendo de que debía implicarme, acortar las distancias con el lector; que eso no significaba, necesariamente, tener que desnudarme. Y así fue cómo, con no pocos reparos por mi parte, fui convirtiendo mi poesía en algo más cercano. Y, de este modo, fui obteniendo su aprobación, la aprobación de Ledesma, tan cara, ¡ay!, a mis propósitos.

¿Y cuál es mi propósito? ¡Ojalá lo supiese! La vida es una noria que gira sin descanso. Sus cangilones vacíos, se llenan y, vuelven a vaciarse, de un agua que no permanece. Ahora estoy aquí, cuidando de mis nietos en una ciudad ajena, ayudando a mi hijo mayor y a su esposa en la medida de lo posible, disfrutando, a la vez, de estos críos que piden a gritos que los achuchen, de estas criaturas que sé que son como el agua de una noria, como esa tarea literaria que he postergado este mes y de la que desconozco su finalización. Porque los hijos están ahí, cada cual con su gracia y su misterio, cada cual aportando al mundo y a mi vida su porción de dicha, su ración de zozobra.

Sé que mi obra literaria está ahí: el cuerpo narrativo en el desván de las dudas, hibernando en el sobrado de mi desconcierto, y el cuerpo poético más presente, un cuerpo poético que es un mar de bonanza, por momentos proceloso, de donde emergen, como islotes, mis pasiones menudas, mis deseos ignotos, la figura del primogénito como delfín esquivo, veloz catamarán que viaja sin pausa, que apenas hace escalas en la dársena de mi abrazo, como agua que avanza y no retrocede.

De golpe, la voz de Dora me saca de mi ensimismamiento.

-Te gustaría dejar el taller, ¿no es cierto? –dice- Ya no te ilusiona como antes.

Pero no tengo tiempo de responderle, porque, en ese mismo instante, siento el calor y la presión de una mano sobre mi hombro, una mano a la que sigue una voz masculina, la voz familiar que tanto me conturba.

-¿Cómo se han portado? –dice la voz.

Y, a su eco, responde un concierto de sonidos y un bullir de extremidades que proceden del carrito de bebé doble, ese recinto sagrado, ese santuario luminoso, ese lleno cangilón de la noria en que, hoy por hoy, se ha convertido mi vida.

Autor: Juan Molina Guerra.

Primer Premio.

Segundo Premio relato

HISTORIA DE DOS PERDICES

SEUDÓNIMO: LEO

Por su peso cae la sombra de la tarde en el cauce de los regatos secos de esta tierra mía, vapuleada por los hombres, extremada por el clima. Entre dos luces paseo con la escopeta lista para descerrojar un disparo a las perdices rojas que presiento cerca. Mi perra las olisquea en el viento y zarcea por las matas y los rastrojos de mi alrededor para espantar al bando y permitirme gozar con el gatillo. El hombre y Dios en mitad de la nada. Palabras que no necesito pronunciar para henchir mi camisa y sentirme vivo en estos campos.

En algún sitio alguien pinta para mí una franja de horizonte con colores pardos e incorpora la paja a su cromatismo para bendecir la puesta de sol, para enmarcar el ocaso en su breve instante. Pienso en Delibes, en mi admirado don Miguel, sintiendo lo mismo que yo siento, con una escopeta parecida, un perro similar, un campo hermano y unas perdices, ancestros de las mías. En sus lecturas me impregné de una extraña belleza, dura, sin concesiones a la galería y, como él, vinculé su disfrute al ejercicio cinegético, siendo este pájaro tan selecto mi elemento preferido, mi excusa reincidente.

Crujen los cabos de las espigas bajo mis botas a pesar del cuidado con que me manejo. Busco las lindes hasta que Chaleco, mi compañero canino, hace muestra y consigue que la adrenalina bufe en mis adentros. A mi señal se abalanza sobre el territorio íntimo en el que ya no pueden resistir más el asedio un bando de siete perdices rojas y alzan el vuelo vertiginosamente, como si acelerasen en décimas de segundo unos motores ruidosos al batir sus alas. Mi dedo acaricia el metal pulido cuyo resorte percute en una explosión comprimida y doméstica que de repente estalla y se direcciona hacia un punto. Repito dos veces seguidas y a continuación un guiñapo de plumas se desconfigura y pierde la aerodinámica mientras se precipita sin comprender el origen de la inercia que tira de su cuerpo.

Chaleco se afana por traerme la presa. La agarra con suavidad entre sus mandíbulas, resistiendo el instinto de morderla, y la deposita con ternura a mis pies. Saca la lengua y babea exigiéndome una caricia o algo más por su comportamiento. Antes de recoger la pieza me arrodillo a su lado y lo abrazo, de doy una galleta y lo dejo que lama mi mano en una comunión casi mística. Luego recojo la perdiz y noto el calor todavía de su cuerpecillo antes de meterla en el zurrón con las otras.

Don Miguel si sabía trasmitir la emoción con sus palabras, yo sólo acierto a experimentarla y a congratularme por la confabulación de atmósferas, fauna, paisaje y sentimientos que me produce el evento. Nunca me reconozco más vivo que en este momento de victoria y derrota simultáneas, de adiestramiento y lealtades, de libertad y silencio. Entonces cierro los ojos y el vértigo de las constelaciones, a punto ya de cerrarse el grifo de la luz diurna, me conmueve hasta que casi pierdo el equilibrio. Sigo arrodillado y, aunque soy castellano, poco amigo de las extravagancias y de natural introvertido, sonrío, respiro profundamente todos los aromas ásperos que la brisa acarrea y doy por concluida la jornada con seis piezas en el zurrón, un perro pletórico que protagoniza mi propia virtud y una escopeta de la que todavía sale un hilillo con olor a pólvora, a tierra seca, a renglones rancios.

El hombre que soy ha subido un peldaño en la contemplación y en el reconocimiento de tanto privilegio. Los campos siguen siendo el paraíso que glosaba Delibes a unos cuantos kilómetros de distancia más al norte.

Otro día más como testigo y protagonista de algo tan ancestral como la caza. En mí anidan miles de generaciones de hombres que no se interrogaban sobre si es ética o no su práctica. Es cierto que ellos cazaban para comer, por pura supervivencia, y que nosotros lo hacemos como comunión latente con el medio, románticos incomprendidos. Pero somos sus herederos en la pasión, en la destreza, en el instinto depredador que nos ha encumbrado como especie en el escalafón. Me cuelgo al hombro derecho la escopeta y le silbo a Chaleco para que me siga en dirección al crepúsculo.

Antes de llegar a una encrucijada me topo con un paisano al que nunca he visto: recio, curtido, no muy alto, que me pregunta si quiero pegar la hebra y platicar un rato. Y le digo que “encantado”, más con la mirada que con el verbo, y mientras se consumen la colillas suspendidas en nuestros labios curtidos, se hermanan nuestras almas bajo el palio del arrebol. Charlamos sobre el tiempo y el despoblamiento de los pueblos. Sobre la carestía de la vida y el problema de asistencia a nuestros mayores en esta vida tan frenética, aunque mi interlocutor parece, al oír tales aseveraciones por mi parte, que las escuchase por primera vez, como si viviera en un universo paralelo y aquellas aseveraciones le sonasen a chanza.

Al final le regalo un par de pájaros y él, desplegando un resorte de reflejos, como contraprestación me invita a unas judías con las susodichas aves para mañana. Le digo de aportar yo el vino y me dice que vino tiene a mansalva en la hacienda donde trabaja, que más bien me pase por una zuclería y me agencie algo dulce para el postre. “Zuclería”, bonita palabra que no escuchaba desde niño. Luego, antes de despedirnos con sendos toques en las gorras, le pregunto su nombre. Me responde que se llama Paco, pero que todo el mundo lo conoce como Paco el Bajo, y que su mujer, la Régula, será la que guise las alubias con perdiz “como las hacía su madre, bueno mi suegra -rectifica- que en paz descanse”. Luego añade, volviendo la cabeza antes de partir definitivamente y perderse al contraluz, con voz reflexiva, con voz queda: “Le gustará conocer al Azarías…”

En cuanto emprendimos respectivamente nuestras sendas opuestas, él en dirección a poniente y yo hacia levante, caí enseguida en la cuenta de la coincidencia de los nombres con los de los protagonistas de los Santos Inocentes y pensé que el paisano me había tomado el pelo en una extraña muestra de sentido del humor rural.

Me volví con rapidez para preguntarle la gracia de aquella broma pero, una vez acunados mis ojos con la mano a modo de visera, no vi a nadie en lontananza. Solo un par de perdices rojas, como dos guiñapos, descansando sobre el polvo del camino.

FIN

Autor: Esteban Torres García

Segundo Premio.

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